MUJER DE AGUA
He sobrevivido a tu mirada serena, peligrosa y profunda como un acantilado por el que me dejé caer sin arnés, sin anclajes, para sentir el vértigo que me producía amarte con más fuerza, si cabe.
A ese tal vez, al quizás, al abandono de los minutos esperando una llamada telefónica. A las horas envejecidas tras el cristal que me separaba del aguacero que invadía el asfalto y los adoquines de la acera; que empapaba las hojas de los árboles y teñía de sublime nostalgia mis recuerdos.
Sobreviví al camino angosto, a los árboles atravesados en la carretera. Desafié a aquella curva peligrosa en la que, decían, perdería una virginidad absurda y obsoleta.
Subsistí, a pesar de las horas sin pan ni besos, cuando el alma y el estómago gritaban casi al tiempo, aullando en la noche como lobos en celo, hambrientos de carne y caricias.
He sobrevivido a la maldad de una imagen, a la desidia frente a la injusticia, a la injusticia en si misma. A los ojos que ven pero se hacen los ciegos. A las malas lenguas, a las mandíbulas que no mastican pero desgarran.
Resurgí de la soledad, del desarraigo de los míos, de la oscuridad de un día soleado, de la falta de empatía. De ese no lo intentes, es imposible, no lo conseguirás...
Sobreviví a la falta de una sonrisa, a la carencia de un abrazo, al susurro de unos labios. A la ausencia de una mirada cómplice y comprensiva. A echar en falta un no te vayas, quédate.
Se me llevó por un tiempo, por minutos indefinidos e inconstantes, aquel adiós inevitable de un ser querido. La maldad, siempre innecesaria, de algunos. La cojera de almas corrompidas por la envida.
Y a pesar de todo aquí sigo desbrozando los minutos y las horas. Abriéndome paso en el calendario.
Ya no sobrevivo. Ahora vivo.
©Antonia J Corrales
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